Recordamos a Castillo, el cantor popular que rompió el molde, a 106 años de su nacimiento.
Horacio Salas lo definió en su libro “El tango”: «Más que un cantor, Alberto Castillo es un símbolo. Acaso sin proponérselo, buscó una ubicación en la que no importaba tanto su capacidad vocal como su carácter emblemático. Los amantes del dos por cuatro encontraron en él una voz de buena afinación y un tono cachador, zumbón, un arrastre en el fraseo y una exageración gestual que lo alejaba de los estereotipos al uso y lo miraron con simpatía. Al menos era distinto del cúmulo de imitadores de Gardel que proliferaban desde el accidente de Medellín. En lugar de pretender reflejar la realidad, mostrarse como un universitario que cantaba, y consecuentemente, en el mejor de los casos, atildar su vestuario de acuerdo a los cánones burgueses, eligió el camino del desclasamiento. Se disfrazó. Vistió trajes azules de telas brillantes, con anchísimas solapas cruzadas que llegaban casi hasta los hombros, el nudo de la corbata cuadrado y ancho, en contraposición a las pautas de la clase media elegante que lo aconsejaban ajustado y angosto. El saco desbocado hacia atrás, y un pañuelo sobresaliendo exageradamente del bolsillo. El pantalón de cintura alta y anchas botamangas completaba el atuendo, más desafío que vestimenta».
Nacido en el porteño barrio de Floresta el 7 de diciembre de 1914 como Alberto Salvador De Lucca, hijo de inmigrantes italianos, cursó la carrera de Medicina en la Universidad de La Plata, de la que egresó en 1942 especializándose en Ginecología. Ya había cantado con varias orquestas entre 1934 y 1939, año en el que ingresa a la de Ricardo Tanturi, una de las más populares, conformando una de las tres duplas notables de la generación del 40 junto a las de D’Agostino-Vargas y Troilo-Fiorentino. Su manera novedosa de interpretar el tango a la que unía en lo musical, una perfecta afinación, la certera prolongación de vocales, algunas leves exageraciones, y juegos con la coloratura y la intensidad de su voz y su pronta identificación con las clases populares, lo convirtieron en un verdadero ídolo para los hombres y mujeres que colmaban los clubes para escucharlo. Para entonces (1944) ya había abandonado la orquesta de Tanturi para formar la suya, dirigida por Enrique Alessio y luego por Emilio Balcarce.
Jorge Göttling señala: “Encontró la forma de cantar en función de los bailarines. Hoy puede resultar insólito, pero hasta la aparición de Castillo muy pocos vocalistas habían advertido semejante necesidad. Más extraña aún resulta si se tiene en cuenta que esa es la época en que florecieron las orquestas de corte bailable. Su identificación con las masas que se unirían al peronismo justificaron la enorme adhesión a su nombre definido como ‘el cantor de los cien barrios porteños’, mientras se iniciaba su participación en el cine y el teatro, las numerosas grabaciones y las giras a países vecinos”. Roberto Selles reiteró en “Todo tango” los aspectos más distintivos del cantor: “Su manera de moverse en el escenario, su modo de tomar el micrófono e inclinarlo hacia uno y otro lado, su mano derecha junto a la boca como un voceador callejero, su pañuelo cayendo del bolsillo del saco, el cuello de la camisa desabrochado y la corbata floja, todo era inusitado, todo causaba sensación…”
Desde el final de los años 60 su popularidad se mantuvo vigente, en medio de la proliferación de grandes cantores como Edmundo Rivero, Floreal Ruiz, Raúl Berón, Roberto Goyeneche, Roberto Rufino, Héctor Mauré, Jorge Casal, Julio Sosa y muchos otros. Cuando era ya un desconocido para las nuevas generaciones, sobre finales del siglo XX, su grabación en 1993 con “Los Auténticos Decadentes” del candombe uruguayo “Siga el baile” -que había sido uno de los grandes éxitos de su carrera- lo devolvió a una gran popularidad entre los jóvenes, con actuaciones en teatros y festivales y en la televisión. Para entonces, tenía 80 años y en 1985 había recibido el Premio Konex como uno de los mejores cantores de tango de la historia.
El gran crítico musical René Vargas Vera escribió en “La Nación” el 7 de junio de 2002 al comentar la muerte del cantor: “Decir que Alberto Castillo tenía un ‘estilo particularísimo de cantar’, o, como esbozó Julián Centeya, ‘no se parece a ninguna voz’ es decir nada. Ningún cantor (ningún intérprete de la música popular) deja de tener su «particular estilo». Eso se dice cuando no se tiene nada que decir. Porque es evidente que cada cual tiene ineludiblemente una voz distinta, un distinto registro, un timbre personal, un modo de frasear o matizar especial. El canto de Castillo se diferencia del de los demás cantantes de tangos por su modo de expresar las palabras, dando énfasis a los acentos prosódicos, mientras que las sílabas débiles se escondían en la articulación de la frase. Su voz de tenor era vibrante, siempre emocionada y entregada de lleno a cada tema Pero Castillo nunca gritó, jamás vociferó, aun en los momentos en que expandía su voz con esa cálida unción de los cantantes sentimentales. Castillo desgranaba matices y era clarísimo -como su impecable afinación- en la dicción, detalle que suele escapar a la mayoría de los cantores de tango, y que Goyeneche supo hacer de ella un culto acendrado, dejando así su ejemplo imperecedero”.
La hermosa versión de Castillo con la orquesta de Aníbal Troilo del tango “Ninguna”, de Raúl Fernández Siro y Homero Manzi, pertenece a la película “El tango vuelve a París” de 1942, dirigida por Manuel Romero. Fue la única vez, en la larga trayectoria de ambos, que el cantor y Pichuco actuaron juntos.